“El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1, 35)
María es aquella mujer, elegida libremente por Dios «entre todas las mujeres», y «llena de gracia» para una misión única e irrepetible: el Espíritu Santo «vino sobre ella» y el poder de Dios la «cubrió con su sombra», de modo que, siendo virgen, engendró un hijo en sus entrañas, «llamado Hijo de Dios». Si por Eva entró el pecado en el mundo, ahora, por medio de la fe, la obediencia y el amor de María, nos ha llegado Cristo, nuestra salvación.
Su gran encuentro con el Espíritu fue la Anunciación del ángel que culminó con la encarnación. La concepción del Hijo de Dios, es fruto del Espíritu Santo y el poder del Dios Altísimo, que descansó sobre ella como una nube.
Allí María tuvo su primer Pentecostés. A partir de ese acontecimiento, Ella es llamada sagrario, tabernáculo, santuario del Espíritu. Con ello se indica la inhabitación del Espíritu Santo en María de un modo del todo singular y superior al de los demás cristianos. Como en todo ser humano, el Espíritu de santidad quiere actuar en la Virgen y a través de Ella. ¿Y para qué? Quiere unirse y atarse a María para que de Ella nazca Jesucristo, el Hijo de Dios. Y quiere que la Santísima. Virgen diga su Sí totalmente voluntario y libre, para entregarse al Espíritu de Dios, para convertirse en Madre de Dios.
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La Visita de la Virgen a su prima Isabel
Cuando Isabel oyó el saludo de María, la criatura se movió en su vientre, y ella quedó llena del Espíritu Santo, a su vez saluda a María con gran voz: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre". (Lc. 1, 41-42)El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.
Isabel saluda a María “llena del Espíritu Santo”, y así se convierte en la primera persona dentro de la larga serie de las generaciones que llaman y llamarán bienaventurada a María. El Espíritu Santo revela a santa Isabel que María es la Madre de su Señor. El Salvador de los hombres oculto en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al mundo. Para María ser Madre de Dios no desdice un ápice de su condición de mujer humilde, de modo que va en ayuda de su prima. Isabel, por su parte, anuncia, inspirada por el Espíritu, una gran verdad: la felicidad está en el creer al Señor.
El Evangelio nos muestra también cuál es el motivo más verdadero de la grandeza de María y de su felicidad: el motivo es la fe. María cree y proclama que Dios no deja solos a sus hijos, humildes y pobres, sino que les socorre con cuidado misericordioso, derrocando a los poderosos de sus tronos, dispersando a los orgullosos en las parcelas de sus corazones. Y esta es la fe de nuestra madre, esta es la fe de María.
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Nacimiento de Jesucristo. (Cf. San Lucas 2.1-7)
El nacimiento de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba comprometida para casarse con José pero antes de vivir juntos se encontró encinta por el poder del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo, no quiso denunciarla públicamente, sino que decidió separarse de ella de manera discreta. Ya había pensado hacerlo así, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, descendiente de David, no tengas miedo de tomar a María por esposa, porque el hijo que espera es obra del Espíritu Santo (Mt. 1, 18-20)María y José son capaces de seguir las inspiraciones y la voluntad de Dios. El irrumpe en sus vidas y las "trastorna". No obliga, seduce. Suscita el amor del hombre y entonces lo lleva por donde no hubiera soñado jamás... Cuando alguien se deja guiar por Dios, debe improvisar, y a pesar de la oscuridad de la fe, al final siempre brilla la luz. La actitud correcta es entonces el abandono en su voluntad.
María y José escriben una historia de amor única e irrepetible porque ambos se fían de Dios. A nosotros nos invitan a confiar más en su gracia que en nuestras cualidades, más en sus planes que en los propios. Ella ha sido inspirada por Dios para ser virgen y permanecer tal, por la extraordinaria dignidad y misión que debía desempeñar al ser elegida para Madre de Dios. La vida de san José cambió tras escuchar el mensaje del ángel. ¿En qué actitud escuchó ese mensaje? En el silencio. José dormía: sus sentidos exteriores estaban descansando, pero a la vez estaba en disposición de oír al ángel. ¡Qué lección para la humanidad, que vive envuelta en el ruido y ajetreo de todos los días!
Si queremos ser santos, vivir en paz, felices, debemos imitar a José y a María, reservando en nuestro día momentos de silencio, para escuchar y dialogar con el Señor. Un silencio exterior, sí, pero también un silencio interior, haciendo a un lado los pendientes, preocupaciones y compromisos, para dialogar con el Señor. ¿Decimos que Dios no nos habla? ¿Nos quejamos de que no sentimos su ayuda?... ¡¿No será que no hemos vivido ese silencio necesario para hablar con Dios?!
De esta forma, con esta Solemnidad, la Iglesia quiere recordarnos que todos estamos llamados a la santidad, en medio de la vida ordinaria.
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