miércoles, 24 de abril de 2019

Séptima palabra de Jesús en la Cruz (Reflexión) (Lc. 23, 46) “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”




SÉPTIMA PALABRALa séptima palabra de Cristo nos invita a meditar sobre el inmenso amor de nuestro Señor. Porque el amor ha cumplido, porque no hay mayor amor que dar la vida por el amigo, el amor que ha llegado a todos los hombres, el amor que puede cambiar el mundo y los corazones de piedra.

Jesús después de haberlo entregado todo, su tiempo, su palabra, su amor, su cuerpo, su sangre, su madre, entrega también su espíritu al Padre. Le confía al Padre lo más grande y precioso que tiene. Su espíritu que es el amor con que ha servido al Padre, con que se ha entregado a los hombres y con que ha realizado el nuevo universo de la redención; su espíritu que es el patrimonio que desde las manos del Padre vendrá a sus discípulos en Pentecostés para iluminarlos y sostenerlos en las fatigas y las esperanzas.
Su voz se hace potente, reservando todas las fuerzas que le quedan para exclamar: “PADRE A TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU"…en tus manos entrego voluntariamente mi alma. Con gran precisión encomienda el espíritu. Y lo que se encomienda no se pierde, se guarda. Jesús deposita su espíritu en manos del Padre, habita ya en el seno del Padre porque nadie más que el Padre puede abarcar totalmente a Cristo. De ahí las palabras de Jesús en el evangelio de San Juan: Yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí (14, 10).

¡Padre! Ya no dice «Dios mío, Dios mío » como en la cuarta palabra. Ahora es el hijo otra vez y sus palabras son de esperanza. El mismo que en su primera palabra quiso conmover el corazón del Padre cuando pedía perdón por sus verdugos: «Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen». Ahora vuelve a pronunciar esta dulcísima palabra: «Padre». Ya he cumplido con tu mandato, me descanso en tus manos y quiero esperar allí a todos aquellos que me han escuchado y te han aceptado como nuestro padre y salvador.
Un grito de victoria, una mirada que llega hasta los últimos límites del espacio y del tiempo que alcanza el corazón de todos, una mirada al Cielo, al Padre, y “entregó su espíritu”. La cabeza se inclina y el rostro mira hacia los hombres. En este instante todo comienza para el mundo. El espíritu de Jesús continuará su obra en el tiempo, haciendo todo nuevo: nueva la relación con Dios, construyendo su Reino en el amor. Adorémosle en esta hora silenciosa, abrazados a la Cruz con amor y esperanza.
PADRE A TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU", y con él encomiendo a todos aquellos hermanos míos, que han decidido cambiar de vida y se entregan a tu inmenso amor. Jesús se dirige al Padre con confianza y con amor, reafirmando su actitud de siempre ante la vida, sus “sentimientos”, y expresa Pablo: “Siendo Dios, igual que el Padre, no presumió de ello. Y siendo también hombre, aceptó humilde la suerte como uno más, obedeciendo hasta morir y morir en la cruz” (Filipenses 2,6-8). La confianza en el Padre es absoluta.
En la sexta palabra, Jesús, ya al término de su vida, se había vuelto hacia el mundo que había venido a salvar: ponía en manos del Padre su obra redentora. En esta séptima palabra, consumado ya todo lo referente a la redención del mundo, Jesús puede pensar en Sí mismo. Le queda aún por arrancar su alma santísima de su cuerpo, para hacerla pasar completamente de esta vida, donde el sufrimiento tanto la ha destrozado, a la otra vida, en que ya no habrá agonías. Pide al Padre no que le conserve una vida perecedera, sino al contrario, que acoja su alma inmortal.
Jesús pronuncia la hermosa palabra: Padre. Ahora la protección del Padre no será ningún impedimento a su obra redentora ya consumada. Es el momento en que se hace realidad el Padre Nuestro: "Hágase tu voluntad". Haciendo la voluntad del Padre, Jesús ha abierto para el hombre las puertas de su misericordia. Por eso acudamos a Cristo crucificado, “acerquémonos confiadamente a ese trono de gracia para alcanzar misericordia y hallar la gracia que necesitamos”. Sea la misericordia de Dios el eje de nuestra oración y de nuestra piedad.
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn 3,14-17). Ante el Jesús agonizante en la cruz debemos pensar en nuestra propia muerte, porque quien debía estar allí, clavado en esa cruz, no era él, sino cada uno de nosotros que lo merecíamos por nuestros pecados. Esto fue lo que cumplió Jesús, esto es lo que expresa la palabra. Ante la inmensidad del amor de Dios y ante la inmensidad de nuestras culpas, sólo queda de nosotros el arrepentimiento, la gratitud y la vuelta a Dios.
La experiencia del Salvador como hombre ha de ser la nuestra también de un modo inevitable; todos hemos de pasar por este sombrío valle. Acaso, ¿podremos dirigirnos entonces a Dios del mismo modo que nuestro Salvador lo hizo? La muerte redentora de Cristo es la garantía de que podremos terminar nuestros días con la misma confianza que Él, si le hemos aceptado como nuestro Salvador y Señor.
Estamos llamados a morir como Jesús y todos podemos llegar a ser capaces de dar ese grito: “¡Padre!”. Llamándole así, Padre, con cariño, con amor, con confianza: en tus manos encomiendo mi espíritu. Entrega, pues, tu espíritu al Señor ya, ahora, en este momento… y renueva tu entrega cada día, ante cada cruz. Y no te parezca tarde, ni te parezca pronto. Que el último de los trabajadores de la viña recibió el salario de los primeros y el buen ladrón alcanzó ese mismo día el Paraíso. Porque “si el malvado se convierte, vivirá; pero si el justo se aparta de su justicia, morirá” (v. Ez 18,21.24). Procuremos morir cada día al pecado y vivir la vida de la gracia.
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Esta oración bella y suprema de Jesús al final de su sacrificio debe estar siempre en nuestros labios y en nuestro corazón al terminar la jornada cada día, como un entrenamiento para que esté también al final de nuestra vida.
Al morir Jesús, confiando su persona al Padre, nos muestra que la muerte no es el final del camino para nadie. Él nos espera para acogernos y guardarnos para toda la eternidad si hemos vivido a la sombra de la Cruz guardando sus mandamientos. Tal como Jesús nos amó, también debemos aprender a dejarnos amar por Él, a recibir su amor y dejarlo entrar a lo profundo de nuestro ser, dejando que toque nuestro corazón y dejándolo habitar en el.
Esto es lo que da sentido a nuestra vida: Nuestros llantos recibirán consuelo, nuestras contradicciones encontrarán luz, nuestra desesperanza tendrá esperanza, nuestros desalientos se transformarán en ánimo, encontrará alegría nuestra tristeza, compromiso nuestra pasividad, mansedumbre nuestra intolerancia. Pongamos nuestras vidas en las manos del Señor,  porque lo que nosotros no podemos con nuestras fuerzas, lo puede Dios con su gracia.
La muerte de Jesús marca el fin de la alianza antigua y el comienzo de un mundo nuevo, es decir, el inicio del más grande acontecimiento de la historia espiritual de los hombres desde la creación del mundo. A partir de este momento comienza a realizarse el designio de amor forjado por Dios desde toda la eternidad: anunciar la paz a los gentiles, que estaban lejos, y a los judíos, que estaban cerca, para unirlos en un solo pueblo espiritual, el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Muere Cristo y nace la Iglesia, que continúa en el mundo su obra de salvación. La luz del Cielo encerrada en la Cruz, comienza ahora a expandirse en la Iglesia para iluminar sus alegrías y sus dolores, sus fallos y sus victorias.
La gracia de Cristo va a derramarse en adelante abiertamente y en toda su plenitud. La sangre de la redención del mundo será conservada en la Eucaristía y el agua que nos hace hijos de Dios es la del Bautismo. Ahora la cruz, más que un misterio de sufrimiento, es un misterio de luz y de vida. El sufrimiento pasará, la luz durará para siempre. También hoy la cruz debe mostrarnos el sentido de la vida, la fuerza del amor y la esperanza de la resurrección.
Ahora en la cruz, los que tenemos la suerte de ser bautizados como miembros de la Iglesia, se nos anuncia el inicio del aleluya que florecerá en la Vigilia Pascual. El anuncio de que el crucificado está vivo y ya no muere más. ¡Valoremos la Pascua! ¡Celebrémosla renovando las promesas del bautismo y comulgando con el cuerpo de Cristo Resucitado!
Con la esperanza de que vamos a vivir fijando nuestros ojos en Jesús, Salvador del mundo, tomemos el camino de nuestras vidas como lo hicieron algunos de los apóstoles. Descubramos a Cristo resucitado que va siempre con nosotros y que al llegar la noche podamos decirle como los apóstoles: Maestro, quédate con nosotros. Tú eres Jesús, la persona que necesitamos en la profundidad de nuestro ser. Estamos celebrando tu paso de este mundo al Padre. Regresa a cada día y quédate con nosotros. Para ti será todo el amor que pueda darte nuestro corazón. Que podamos decir cada noche al ir a descansar: “Padre me pongo en tus manos… en paz me acostaré y asimismo dormiré, porque solo Tú Señor me haces vivir confiado ”(Salmo 4:8).
Oremos
Señor y Dios mío, que por nuestro amor agonizaste en la Cruz, aceptaste la voluntad de tu eterno Padre, resignando en sus manos tu espíritu, para inclinar después la cabeza y morir; ten piedad de todos los hombres que sufren los dolores de la agonía, y de nosotros cuando llegue esa tu llamada; y por los méritos de tu preciosísima sangre concédenos que te ofrezcamos con amor el sacrificio de la vida en reparación de nuestros pecados y faltas, y una perfecta conformidad con tu divina voluntad para vivir y morir como mejor te agrade, siempre estarán nuestras almas en tus manos. Amén.

Padre, me pongo en tus manos
Referencias
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